sábado, 27 de noviembre de 2010

Lengua común

Volvíamos a casa tras una agotadora jornada de servicio en la base militar, mi amigo y yo charlábamos apasiblemente en nuestra lengua madre, mientras esperábamos de a pie cerca de la puerta de descenso, que el ómnibus nos dejara en nuestras respectivas paradas. De pronto se nos acerca un hombre de unos cincuenta años e interrumpiendo el hilo de nuestra conversación, nos pregunta en el mismo idioma:

- ¿Están en la sabá?

Al instante mi amigo y yo nos miramos el uno al otro con gesto de sorpresa, esbozando una sonrisa cómplice, reconociendo cada uno en la expresión del otro las mismas inmediatas reflexiones: qué manera tan brusca y poco educada de irrumpir en una conversación entre dos desconocidos, qué modo más chistoso (típico de hispanoparlantes) de pronunciar la palabra tzavá (ejército). Pero sobre todo: qué pregunta retórica tan tonta, ambos vestíamos de uniforme militar y la respuesta saltaba a la vista, lo mismo hubiera sido preguntarnos si teníamos dos ojos y una nariz. Mi amigo, más paciente que yo, le respondió afirmativamente y luego continuó respondiendo al consiguiente interrogatorio: cuánto tiempo llevábamos en servicio, en qué unidad, bla bla bla. Por suerte mi parada era la siguiente.

El hombre del ejemplo relatado fue un tanto fastidioso por el modo en que estableció el contacto, pero dejando eso de lado, es fácil entender su motivación e identificarse con él. Qué inmigrante - o incluso qué turista - no ha sentido ese impulso de comunicarse con un total desconocido al que se oye hablando el idioma propio en un país donde todos hablan otra lengua. Por más que nunca lo hayas visto antes, sabes enseguida que tienes con esa persona mucho en común: un idioma, quizás una cultura. Claro que después de unos años te acostumbras, aquí no es raro toparse casi a diario con alguien hablando español por la calle o en el ómnibus, llega un momento que ya no les prestas demasiada atención. Hasta que vuelves de visita a Sudamérica y te ocurre exactamente lo inverso.

La primera y única vez que escuché una conversación en hebreo durante mi reciente viaje, tuve la necesidad imperiosa de participar de la misma sin ser invitado. Llevaba más de un mes fuera de Israel, viajaba en el ómnibus de Buenos Aires yendo de Recoleta camino a San Telmo, cuando escuché a dos israelíes charlando a mis espaldas sobre los precios de los boletos de Iguazú a Capital. Obviamente me di vuelta y sin previo aviso ni formal presentación, les pedí que me aclararan los precios de nuevo como si no los hubiera oído bien, tan emocionado estaba que se me trababan las palabras, tantos años de práctica se fueron al garete, volvía a halar como olé jadash recién aterrizado. No importa, igual no tenía ningún interés en sacar pasaje a las cataratas.

Una nueva oportunidad se me presentó al día siguiente en el puerto, el barco de regreso a Uruguay llevaba casi tres horas de retraso por motivos climáticos. Por fin llamaron a abordar y los pasajeros nos paramos en fila, pero la espera continuaba, parecía interminable. A mi lado en la fila había un judío ultra-ortodoxo, por el tipo de sobrero negro creo que era de Jabad Lubabich. Lógicamente, algo de hebreo debía saber. Pero no me dio tiempo de indagarlo porque sacó su sidur y comenzó a rezar, no me atreví a interrumpirlo. Estuve tentado a decirle que ya que rezaba, por qué mejor no recitaba la tfilat haderej (plegaria del camino), a ver si Dios se apiadaba de nosotros y nos permitía partir. Pero no se lo dije. Al poco tiempo pudimos subir al barco, no fue necesario que el Río de la Plata se partiera en dos, zarpamos sin evidencias de intervención divina.

Llegada al puerto de Colonia, Uruguay.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Israel, Israel...

En una estación del metro de Buenos Aires:



En una estación del metro de Madrid:



En algún lugar del mundo, de cuyo nombre no me quiero enterar:




Israel, Israel, qué bonito estar de vuelta.
Israel, Israel, qué ganas de haberme quedado otros dos meses más paseando por otros destinos...